Cuando se desvanecen los cimientos

Por Iván Artiles para El Club Express.

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¿Por qué pensar que la familia es la mejor manera de organizar los cuerpos en el espacio? Bajo esta inquietante pregunta se sustenta La inapetencia / La extravagancia, resultado de la fusión de dos obras cortas de Rafael Spregelburd, uno de las nuevas realidades de la dramaturgia argentina. Diego Sabanés se encarga de dirigir este vanguardista espectáculo, y lo hace asumiendo muchos riesgos a varios niveles. Sabanés logra con absoluta brillantez llevar a las tablas un texto tan maravilloso como complicado.

Tres hermanas son las protagonistas de La extravagancia. Únicamente dos de ellas son hermanas biológicas; la tercera fue adoptada apenas unos días después de que las dos primeras vinieran al mundo. Tras descubrirse que su madre padece una grave enfermedad congénita, las tres hijas elucubran sobre cuál de ellas puede ser la adoptada, dato que siempre han desconocido.

La misma actriz, Lola Polo, da vida a los tres personajes. Una actriz soberbia, con empaque, que sale más que airosa del arduo cometido de triplicarse. Polo está sencillamente espectacular. Especialmente delirante resulta su interpretación de la hermana que presenta, proyectada en una pantalla, un programa de televisión en el que imparte lecciones de fonética. La voz en off de la gran Gloria Muñoz es el broche de oro a una función demoledora y corrosiva.

En La inapetencia un matrimonio decide incorporar nuevas prácticas sexuales a su anodina y aburguesada vida. Patricia Almohalla y Manuel Romeu dan vida a esta singular pareja, mientras que Julia Fournier interpreta a su hija. En esta función la línea entre lo real y lo irreal se encuentra algo difusa y el absurdo tiñe continuamente las escenas más cotidianas.

Las Amigas 4 - AUna de las mayores dificultades de la propuesta de Sabanés es el uso de las proyecciones durante toda la pieza. Varios de los personajes se asoman a través de una pantalla. Patricia Almohalla interactúa con ellos intermitentemente. Es de alabar el trabajo de la actriz, que consigue hacer sumamente creíbles sus conversaciones con los actores proyectados. Su labor es encomiable y su manejo de los tiempos resulta asombroso. Fran Antón, Kike Guaza, Ángel Ramón Giménez, Marisa Ruiz y Mike James son los intérpretes presentes en el vídeo.

La inapetencia / La extravagancia no dejará indiferente a nadie. La alargada sombra de la familia, la dudosa certeza de lo establecido o la alarmante y progresiva incomunicación duermen bajo la superficie. La dramaturgia de Spregelburd resulta absolutamente turbadora. La realidad se tambalea, resulta ambigua, inquietante, hiriente. Nada es lo que parece. O acaso nunca lo fue.

Versiones posibles de una nueva realidad

Por Susana R. Sousa (Todos al Teatro)

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Quizás sea una extravagancia que estas dos pequeñas joyas aún sean desconocidas por el gran público, pero desde Todos al Teatro podemos afirmar que no te dejan inapetente. La indiferencia no es precisamente la sensación que a una le queda tras experimentar un texto de Rafael Spregelburd, máxime si está interpretado por actores que hacen filigranas con él. Sin ir más lejos son capaces de hacerte olvidar que estás sentada en una silla en una pequeña sala de la calle San Marcos y que los que están sobre el escenario solo son personajes inventados. ¿Solo?

Lola Polo es un arrebato escénico, la mujer maravilla sobre sandalias planas que fuma como coracha, escribe novelas yanquis y telepredica sobre fonética con una sensualidad que roza el delirio. Y el absurdo. La actriz hila con maestría los diferentes ritmos del diálogo entre las tres hermanas a quien da voz. Una de ellas se asoma a través de una pantalla de televisión que, es en realidad, una pantalla de cine y las otras dos entran y salen de escena con una hermosa insolencia. “La Extravagancia” podría ser una tragicomedia casi griega sobrevolada por un humor que atraviesa el alma. En el texto también aparecen, entreveradas, vetas de un tono absurdo que hacen que el conjunto escénico se cierre en un clic casi perfecto. O sin casi. Sin embargo, no todo está dicho ni todo es lo que parece y Diego Sabanés, al tener en sus manos el libreto del autor argentino, ya lo sabía.

“La Inapetencia” es un plato que se empieza a tomar frío, pero que al final parece que abrasa. Como la venganza. Patricia Almohalla y Delfín Estévez nos dibujan un matrimonio que quizás quiso ser lo que desde luego ya no es sin ningún tipo de pudor o censura previos. No hay nada que ocultar y mucho que reprochar. La falta de comunicación conduce a los personajes a crear mundos paralelos en los que hacer cosas nuevas, aunque al final estas terminen resultando inapetentes y al otro no le importen en absoluto. Patricia Almohalla se va descubriendo sin prisa y según avanza la función se revela como una actriz de talla generosa. El público saborea la trama, a ratos agria y condimentada con un delicioso humor sabiendo que asiste a uno de los mejores banquetes de la historia del teatro.

La Sala Azarte ha apostado por mantener “La Inapetencia” y “La Extravagancia” en cartel durante el mes de febrero, en un intento por mimar ese pedazo de cultura que resiste los embistes de los malos tiempos.

Una familia diferente entre pecados capitales

Por Julio Castro (laRepúblicaCultural.es)

La Extravagancia 2

María Socorro, María Brujas y María Axila son trillizas, pero una de ellas fue adoptada, para suplantar a una de las que murió tras su nacimiento. Sus mundos son completamente diferentes, Brujas se reconcome en su casa persiguiendo al resto, Socorro, escritora de petardos “best seller”, se siente superior y desprecia a las otras, Axila cursó más estudios y ahora trabaja en televisión, desde donde se asoma al salón de las hermanas. Pero, al menos dos de ellas, tienen algo en común: quieren saber quién es la “hermana impostora”, así que tendrán que lograrlo antes de que muera la madre, ya que el padre no sabe quién es. Estamos en el montaje de La extravagancia, del dramaturgo Rafael Spregelburd, el primero de los dos que dirige Diego Sabanés en este montaje.

Ya el autor señala en su texto que los papeles debe hacerlos la misma actriz, y tiene toda la lógica, porque se supone que las trillizas protagonistas deben ser indistinguibles, para que el público entienda el problema de querer identificar a la extraña impostora, que ninguna de ellas quiere ser.

Aquí, la compañía utiliza el mismo espacio, sin ninguna división física, para recrear una sala de estar común a las tres hermanas en distintos momentos y aspectos. Será el público quien se encargue de averiguar dónde nos encontramos, y a quién representa Lola Polo, en función del lugar por el que salga (una de las dos puertas, o la proyección de televisión), o del vestuario y el lado del salón que utilice.

Lola consigue darle una gran soltura al paso de uno otro de sus personajes y juega con la expresividad gestual para dar el toque de humor (a veces negro), a cada momento, en el que una tragedia como la que nos explican sus personajes, pasa a ser una auténtica parodia de la seriedad y de la necesidad de resolver una necesidad básica en la vida. Por su parte, sea el texto del autor, sea el propio desarrollo de la obra, dejan un rastro que conduce a cierto olor a Harold Pinter, en algunas de sus obras (aquellas con mayor carga de humor dentro de la tragedia, como El montaplatos, o El vigilante).

Es sencillo aceptar el formato de esta obra, en la que la comparativa entre distintos modos de vivir o ver las cosas, no impide mostrar el rechazo y el odio entre las tres protagonistas, que se refleja a través de la envidia, uno de los pecados capitales que, precisamente, quería recoger Spregelburd en su texto.

Porque el tema principal de la recopilación de textos del dramaturgo en su Heptalogía de Heronymus Bosch, es hacer un repaso de los siete pecados capitales, como si estuviéramos más allá del cuadro de El Bosco. Así que, cada una de ellas tiene equivalente, y de la misma manera, La inapetencia, segundo texto que la compañía ha puesto en pié, tiene su referente en la lujuria.

El autor no utiliza un formato evidente, y en este caso tampoco se ha optado por esa vía, sino que se deja que el texto viva y discurra libremente por los caminos que se han marcado, adaptando los medios y las formas a las posibilidades de su construcción teatral. Y si el video servía para la primera pieza, también la segunda sabrá aprovecharse de esa idea.

IMG_7984 - APara el desarrollo de la segunda obra, La inapetencia, partimos de un modelo muy diferente, aunque también con pocos elementos de atrezo: si bien en el primer caso teníamos un diseño gris amarillento y pobre, ahora todo es luz y colores pastel, porque parece que la felicidad es lo que rodea a este entorno familiar que muestra La inapetencia. Jugando a partir de la idea de que nada obliga a una sociedad basada en el modelo de organización entrono a una familia estándar, parece que poco a poco podrán generar otras ideas, latentes en el propio seno de las familias, o alternativas a lo que se cree “normal” en los roles convencionales.

La escena arrancará con un matrimonio en el domicilio familiar, que habla de la adopción como manera de justificar una discusión donde no parece haber desacuerdo real. Basada en un formato mucho más próximo al absurdo que el caso anterior, varias escenas se irán intercalando, de manera que acaban por mostrarnos a una familia normal, que no lo es, o que tal vez sí lo es, pero no se ajusta a los cánones sociales de lo que debiera ser (“Una familia tipo son dos personas y dos hijos. Un hombre y una mujer. Un matrimonio y dos hijos.”).

En este caso, para resolver una parte de los personajes se utiliza una proyección de video interactiva, que obliga al elenco a tener medidas sus intervenciones, ya que el control de tiempo no da lugar a interrupciones. En vivo o en las proyecciones, los personajes son absurdos, los comentarios se salen de lo habitual, y las situaciones resultan reales, por increíbles que puedan parecer. Y entre el absurdo, la crítica de nuestro propio entorno, como la charla del personaje de Patricia con sus descerebradas amigas (refiriéndose a la gente de la calle: “hay cosas que faltan, hay chicos con hambre, hay todo eso, no digo que no, pero lo feo son los muñones”).

Tanto Delfín Estévez, como Patricia Almohalla o como Julia Fournier (es el elenco presente esta función, aunque hay cambios a lo largo del tiempo), realizan un gran trabajo. Muy diferente del anterior desde su planteamiento (desde el mismo momento en que Lola Polo estaba sola en escena), y con un resultado muy efectista, en el que algunos de los formatos elegidos logran conquistar mejor al público, como el caso de Patricia, a metro y medio del público, dialogando con las imágenes de video que tiene a su espalda, sin importar la proximidad. Pero también las otras intervenciones, porque Julia tiene una gran soltura en escena, y Delfín le proporciona al desarrollo un aparente grado de madurez y sosiego, que su personaje se encargará de desbaratar finalmente, para completar el cuadro del absurdo y de lo rompedor del “discurso de lo familiar”.

Absurdos Pecados

Por Miguel Gabaldón (Notodo).

La Inapetencia 3

 ¿Por qué pensar que la familia es la mejor manera de organizar los cuerpos en el espacio?. Esta particular pregunta que se lanza en la obra “La extravagancia” (que junto con “La inapetencia” vuelve a la sala AZarte durante este mes de enero) es el eje de este programa doble. Dos razones, dos pecados por los que tenemos que sentirnos culpablemente agradecidos. Agradecidos porque, gracias a éstos y al Lúcido que hasta hace poco pudimos ver en el CDN, la figura del argentino Rafael Spregelburd tiene una presencia, sólida y perturbadora, en las salas de Madrid. Las obras de este autor consiguen introducirnos en un mundo absurdo en el que se fuerza al espectador continuamente a replantearse la realidad, en el que la línea argumental tradicional se desmembra y en el que la familia como institución se pone en tela de juicio de forma sistemática. Todo regado con un sentido del humor negro y delirante que provoca a menudo unas deliciosas risas.

“La inapetencia” y “La extravagancia” son dos piezas inedependientes (aunque con puntos que conectan entre sí) pertenecientes a la “Heptalogía de Hieronymus Bosch” (un personal acercamiento de Spregelburd a los siete pecados capitales) (ojalá caigan los cinco restantes, por cierto) que se presentan en programa doble dirigidas por Diego Sabanés. En “La extravagancia” (que en pecado capital sería la envidia) se nos presentan a unas trillizas con los desopilantes nombres de María Socorro, María Brujas y María Axila. El caso es que una de ellas es adoptada, pero no saben cuál de las tres es. El absurdo está servido desde el planteamiento mismo de la función, como se puede comprobar. Las tres son interpretadas por Lola Polo, en un divertidísimo recital de recursos interpretativos. Dos de las hermanas en directo se preguntan continuamente quién será la adoptada (hay una cuestión de vida o muerte en el aire, y por ello necesitan averiguarlo), mientras que la tercera es una omnipresente presentadora de televisión, que lascivamente comenta desde asuntos fonéticos (simplemente desternillante la reflexión sobre las palabras con la letra “l”) hasta mitológicos, proyectada desde una pantalla con fondo cósmico (cual presentadora de cualquier nocturno de presupuesto ínfimo). La obra transita por las envidias de estas tres mujeres, regada con un hilarante sentido del humor y, con la valiosísima ayuda de la brutal vis cómica y la caracterización de la protagonista, se erige en una breve y deliciosa pieza de tono absurdo.

En “La inapetencia” (que sería como la lujuria), aunque tal vez no tan redonda como la primera, el mundo spregelburdiano alcanza cotas de delirio aún mayores. La obra comienza presentando a una pareja sin hijos, con problemas sexuales y comunicativos. Posteriormente la mojigata mujer se lanzará a la lascivia mediante la visita a una empresa sadomasoquista, descubriremos cómo fluctúa sin sentido ninguno su número de hijos o asistiremos incluso al momento en que regala una de ellos a un gitano… Una serie de contradicciones y re-presentaciones de la realidad en la que el absurdo es el camino principal (y podríamos decir que único). El eje es este singular personaje femenino, que interactúa con vídeos proyectados a sus espaldas en un ejercicio de precisión de puesta en escena y coordinación. Patricia Almohalla, la protagonista, va ganando puntos mientras avanza la función y consigue salir airosa del reto con nota. Delfín Estévez resulta algo melifluo como el marido (aunque por otra parte resulta muy acorde con el personaje) y Julia Fournier defiende bien el personaje de Laila, al igual que el elenco de los vídeos pregrabados.

La extravagancia. La inapetencia. Dos estimulantes piezas, que gustarán sin duda si se disfrutó con la magnífica y especial Lúcido. Y si bien es cierto que los medios de esta compañía son bastante más modestos (aunque a la obra de Ochandiano tampoco le sobrara el presupuesto) y la sala AZarte no es el Valle-Inclán, donde hay talento no se tiene en cuenta la falta de recursos. Y sin duda consiguen transmitir esa particular concepción (tan heredera del absurdo beckettiano) de la esencia del relato y de la realidad de Spregelburd: La realidad es una construcción de lenguaje de los poderosos. Los poderosos arman argumentos y los esgrimen como los únicos posibles, mientras que la ficción, lo que hacemos nosotros, debe poner a la realidad en absurdo, y demostrar que los acontecimientos que nos rodean son apenas una versión posible de lo real y no la única, y fundamentalmente, no la más verdadera.

Dos pequeñas joyas en Madrid

Por P.J.L. Domínguez para Cerca de la Cerca
 
La diosa Fortuna nos ha servido simultáneamente Lúcido y estas dos obras breves de Spregelburd. Tres hurras por la diosa Fortuna. Entre otras cosas, porque arrojan luz unas sobre otras. Antes de seguir adelante: envié algunos amigos con poco trote teatral a ver la primera, y salieron diciendo que «bien, pero un poco rara». Debo de tener ya la sensibilidad completamente embotada para apreciar la rareza, así que, por si acaso, aviso: si es usted de «presentación, nudo y desenlace» (como dice uno de los personajes), absténgase. Éste es un universo en el que uno no tiene nunca una idea muy clara de por dónde va lo real.
 
Lola Polo en La extravagancia
(Foto: Rosibel Rojas)
Dos pequeñas joyas, enmarcadas por la pregunta ¿Por qué pensar que la familia es la mejor manera de organizar los cuerpos en el espacio? O sea: el tema más fértil de la historia del teatro desde, al menos, Edipo rey. Spregelburd tiene un talento prodigioso, no sólo para la concepción y organización general del texto, sino también para pergeñar diálogos que entrelazan lo más anodinamente cotidiano con la irrupción de la incoherencia, sin que aquello cante por peteneras. No hace falta decir que recuerda en eso al Ionesco de La lección, por ejemplo
 
La extravagancia es más bien realista o, digamos, comprensible. Dentro de lo que cabe en una historia de tres hermanas que se llaman María Socorro, María Axila y María Brujas (vamos, que estos amigos la seguirían llamando rara, por muy comprensible que me parezca). Las tres interpretadas por Lola Polo: una sale por la derecha, la otra por la izquierda y la tercera en la tele, proyectada en vídeo. Las dos primeras hablan por teléfono, y sólo oímos cada vez a la que tenemos delante en carne y hueso. (Esos diálogos partidos recuerdan a la Liddell). Ambas tienen la manía de subir el volumen de la tele cuando cuelgan, lo que nos permite oír a la tercera hermana mientras pontifica sobre fonética o animales mitológicos: un delicioso delirio. Se amontonan los géneros literarios: monólogo (una habla al público), diálogo telefónico, lección magistral (en la tele), novela rosa, cuento… Polo está estupenda en los tres papeles: secorra y amargadilla en el primero; vulgarota y no menos amargada en el segundo; y sensual resbalando a grotesca en la tele. Me tronché con las frases tronchadas de (creo) Socorro, que su hermana, a la que no oímos, le pisa al otro extremo del hilo.
 
Maravilloso final. Lo puedo contar, porque está completamente desgajado de la trama (y de ahí la maravilla y la estupefacción). La voz en off de la gran Gloria Muñoz, que está hablando de algo completamente en las antípodas, suelta de pronto: «Es decir, es como si esa tonta idea de que existe una patria…». Fin. ¿No me dirán que «no es decir» no es sublime como conector de dos extravagancias inconexas
En La inapetencia el desparrame narrativo es mayor. Por poner un ejemplo: la protagonista no tiene hijos, tiene dos hijos, tiene una hija pequeña, tiene una hija mayor. Fantásticos ecos de la primera pieza (el pecho tatuado de Frank, el pecho mutilado-tatuado de Leila), en un planeta situado en la misma galaxia que Lúcido. De hecho, el final de esta última, que no desvelaré aunque me arranquen la piel a tiras, le sugiere a uno trasponer aquí una explicación parecida. Los seres humanos estamos programados así, buscamos explicaciones hasta donde no las hay. Sobre todo donde no las hay. El peso de la pieza recae principalmente en Patricia Almohalla, que roza el virtuosismo técnico en las escenas dialogadas con personajes en vídeo, y que hace verosímil un personaje que, sin esa capacidad de convicción, sólo nos provocaría preguntas sobre cuál de los mundos de Yupi transita. Maravillosa escena en la terraza de sus amigas (Lola Polo, Marisa Ruiz), proyectadas a sus espaldas, y tour de force de timing (hala extranjerismos) cuando debe hablar a un interlocutor mudo (Mike James), también proyectado detrás. Delfín Estévez y Julia Fournier (qué bien grita esta chica, no se le nota la molestísima impostación de uso universal) tienen menos papel pero cumplen. Y los intérpretes en vídeo, también, sobre todo Fran Antón, que compone un macarra agitanado con mucha guasa.
 
Vamos ahora con el envoltorio común a ambas obras. Todo bien controlado por Diego Sabanés (Mentiras piadosas), que creo que se había limitado en teatro a cosas más menudas. Cuando digo todo, me refiero sea a la dirección de actores (esto ya lo había deducido el avispado lector), sea a elementos tan heterogéneos como las proyecciones o el diseño gráfico. Sabanés sale más que airoso de la combinación de actor presente y proyectado. No sólo por la estupenda factura de ambos vídeos y la milimetrada interacción con las actrices, sino también por la ubicación de aquéllos respecto a éstas, la combinación con su movimiento… O sea, por todo lo que pesa en la percepción del espectador y que, mal medido, lleva nueve de cada diez veces a que el vídeo se coma al actor en vivo. Mención final para el vestuario, y para la caracterización de Polo encarnada en el televisor (no encuentro los créditos correspondientes por ninguna parte). Spregelburd debe de llevar semanas recibiendo vibraciones positivas desde este lado del océano. A ver si alguien se anima a continuar con el resto de la Heptalogía de Hieronymus Bosch.

Los pecados capitales de El Bosco y Spregelburd

Por Meritxell Álvarez Mongay (para Culturamas)

La-lujuria-y-la-envidia

Imagino a Rafael Spregelburd de visita por el Museo del Prado, deteniéndose, maravillado, ante Los siete pecados capitales de Hyeronimus Bosch. Se exhibe en la sala 56A, aunque su autor no lo concibió para que colgara de una pared, entre las pinturas flamencas de Joachim Patinir y Pieter Bruegel: El Bosco lo concibió como tablero de mesa, y lo cierto es que, de exponerse sobre un mueble, ahora no sería necesario que imaginara a Rafael Spregelburd retorciendo la cabeza para contemplar la Pereza, porque el dramaturgo argentino estaría a su alrededor dando vueltas, examinando con detalle los principales vicios que la Iglesia Católica recomienda evitar a los que quieran reservar una primera fila en el Más Allá. Al actor y director le resulta imposible captar todas las escenas de la tabla de un vistazo. Ha tenido el mismo problema con El jardín de las delicias hace un rato. “Uno no puede decidir dónde posar los ojos porque teme que lo mejor ocurra siempre en otra parte del cuadro”, diría, consciente, él más que nadie, de su incapacidad para abarcar con una mirada toda la realidad.

Dicen que a Felipe II le pirraba el pintor neerlandés, y que perseguía sus piezas por Europa como quien se iba de altanería por los campos de Castilla (eso, cuando no estaba ocupado con sus experimentos de alquimia). Como no he tenido la oportunidad de preguntárselo, desconozco el grado de obsesión que tiene Rafael Spregelburd por Jerónimo, pero no quiero imaginarme al argentino gastándose sus ahorros en Christie’s ni en Sotheby’s. Quiero imaginármelo acariciándose una barba pulcramente descuidada y pensando cómo traducir el cuadro a su idioma. Es decir: cómo traducir el cuadro a una obra de teatro.

De entrada, la hazaña parecía más complicada que transcribir, para la edición argentina, a Steven Berkoff, Sarah Kane y Harold Pinter. Empezaría por procurarse de una “mala reproducción” de los Pecados (no se podía quedar mucho más rato allí plantado, en el Museo del Prado) y de un diccionario delestaliano (“se trata de un pequeño ensayo en lustrosas hojas de computadora, con algunos gráficos muy elocuentes y cinco o seis apartados geniales escritos por Eduardo del Estal”). Con el tiempo –12 años–, de allí saldría su Heptalogía de Hieronymus Bosch: siete piezas teatrales inspiradas en cada uno de los pecados capitales.

Su sueño era representarlas simultáneamente en siete salas distintas de una misma ciudad. Buenos Aires, por ser la suya, hubiera sido la capital ideal. Aunque también le atraía la idea de montar, cada día de la semana, una de las piezas. El lunes, por ejemplo, La inapetencia (1996); el martes La extravagancia(1997) y el miércoles La modestia (1999); los jueves La estupidez (2001); los viernes El pánico (2002); La paranoia, el sábado y La terquedad (2008), el domingo. Estos son, para Rafael Spregelburd, los nuevos vicios de la modernidad. Los dos primeros –que equivaldrían a la Lujuria y a la Envidia del tablero–se exponen en la Sala Azarte de Madrid hasta el 27 de enero.

Si El Bosco ilustraba el apetito desordenado de los deleites carnales con dos parejas disfrutando (¿apasionadamente?) de una comida campestre, Spregelburd pinta a una madre de familia a quien le gustaría experimentar nuevas vivencias sexuales como sus amigas. Y si la envidia en el Prado es un burgués seduciendo a la mujer de otro, un mercader codicioso y dos perros celosos, en el teatro son tres hermanas –una filóloga, una escritora y un ama de casa, interpretadas por Lola Polo, todas– que apenas se hablan y tienen que descubrir cuál de ellas es adoptada. Ridículas estampas de la vida cotidiana que muestran a dos familias de estas que políticos y psicólogos llaman desestructuradas. Para que nos entendamos: un padre que se sodomiza en un circo, una madre que se ha olvidado de cuáles de sus trillizas eran las sanguíneas, otra que regala un bebé al primer gitano que ve, y una hija que se va de voluntaria a Yugoslavia, porque siente que ésa, y no su familia, es su patria.

Imagino a Hyeronimus Bosch sentado en la butaca del teatro. Está algo arrugado y desconcertado, porque siempre le habían dicho que para construir una familia tipo tenía que casarse y tener hijos. Pero, después de ver La inapetencia y La extravagancia, ya no sabe qué es mentira y qué es verdad.

Rafael Spregelburd se lo intenta aclarar:

La realidad es una construcción de lenguaje de los poderosos –le advertiría–. Los poderosos arman argumentos y los esgrimen como los únicos posibles; mientras que la ficción, lo que hacemos nosotros, debe poner a la realidad en absurdo y demostrar que los acontecimientos que nos rodean son apenas una versión posible de lo real, y no la única, y, fundamentalmente, no la más verdadera.

¿Significa entonces que no hay deseos perversos, que todo fue una farsa, una invención, de los teólogos del medievo? Le dejamos pensando en ello. Los actores se han despedido, están ya en el camerino; pero el pintor, acostumbrado a que le contaran historias de una forma tradicional –con un nudo, un planteamiento y un final–, permanece expectante a que algún personaje abra la puerta al repartidor de pizza. Pero el teatro está vacío, el público se ha ido, y El Bosco empieza a sospechar que ya no aparecerán más grabados sobre el escenario. La sala Azarte va a cerrar. Él, quizá, se dé una vuelta con Spregelburd por el Prado, para revisar juntos sus pecados.

Segunda Temporada en Madrid

Vuelven «La Extravagancia» y «La Inapetencia» a Madrid: desde el 5 hasta el 27 de Enero en la Sala AZarte (c/ San Marcos 19, Chueca). Sólo los fines de semana: sábados a las 21 y domingos a las 19:30 hs.

Reserva de entradas escribiendo un e-mail a reservas@azarte.com o llamando al 91 522 6768.

Se incorpora al elenco Julia Fournier, en el papel de Leila, que había sido representado anteriormente por Camila Viyuela (ausente en esta temporada por otros compromisos laborales).

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Entrevista a Rafael Spregelburd: Precisión y Asimetría

por Marina Locatelli (Revista Arte Críticas).

Referente ineludible de la dramaturgia actual, Rafael Spregelburd, como un verdadero hombre renacentista, es el autor de un universo único, tan extenso como lúdico. La suya es una cosmovisión en la que se conjugan el teatro y el mundo, el cine y la filosofía, la actuación y la dirección, las letras y la música, el humor y la crítica mordaz. El actor, quien actualmente está presentando su obra Apátrida… en el teatro El Extranjero, no escatima en generosidad a la hora de permitir el acceso a su mágico mundo.

 

La “Heptalogía de Hieronymus Bosch” es un proyecto sorprendente dentro del teatro argentino, ¿cómo surgió la idea de esta mega narración?

Siempre cuento que la idea no fue tal, sino más bien un vago impulso de reacción ante una situación extraña. Yo acababa de estrenar una obra bastante extraña, Raspando la cruz, y pese a que venía funcionando muy bien en un pequeño teatro, cuando se terminó nuestro brevísimo contrato no encontrábamos otra sala donde seguir haciendo funciones. Esta parece ser una constante en el teatro off de Buenos Aires. Las salas están más dispuestas a alojarte con un estreno incierto, aún no probado, que alojarte con una obra ya transitada, más macerada y que ya ha dado muestras de su eficacia y de sus posibilidades de llegar a más público. Las salas con las que hablaba miraban con desconfianza mis ganas de reestrenar, y en cambio me preguntaban si no tenía otra cosa nueva entre manos. Allí me di cuenta de que a los teatros, o al menos a quienes los programan, no les interesan los proyectos “posibles”, y que aquí sólo son factibles los proyectos imposibles.

¿Cómo encaraste el proyecto?
Decidí hacer la prueba con unos bocetos que venía trabajando, y diseñé una serie de siete piezas teatrales con intertextualidades varias, basadas en los siete pecados capitales y la pintura de El Bosco. Inmediatamente las salas empezaron a mostrar su interés en esto tan escandaloso y que ni siquiera existía. Las dos primeras obras, La inapetencia y La extravagancia, son breves y posibles; pero luego siguieron los peso-pesados, obras que me llevaron entre dos y tres años de escritura y ensayos cada una: La modestia, La estupidez, El pánico, La paranoia y La terquedad. Así es que nunca pude verificar si las siete obras en simultáneo aportaban realmente algo más al proyecto, que se extendió a lo largo de una docena de años. Tampoco es relevante saber si la totalidad en bloque es más “verdadera” que sus partes sueltas. Lo que sí se puede decir es que el medio y sus caprichos naturalmente condicionan las respuestas artísticas que uno cree estar dando con total libertad. Nunca es del todo así.

¿Aplicaste el mismo proceso creativo en cada obra?
No, pero sí hay leyes comunes, afinidades y repeticiones que hacen que el ciclo sea diferente de otras escrituras que fui haciendo en paralelo en esos años: la pérdida de un centro, la pasión por lo irrelevante y el infinito detalle, la reversibilidad de figura y fondo, la pérdida del diccionario simbólico de la modernidad… Éstas son algunas constantes de las siete piezas.

¿Cuál es la conexión que se establece entre ellas
?
No es argumental, sino más bien lúdica. El juego consiste precisamente en descubrir cuál es el juego. Los espectadores atentos pueden detectar que lo que es irrelevante en una de las piezas, es retomado como relevante en otra de ellas. Y el orden en el que uno las leyera determinaría el paseo por ese laberinto hipernarrativo.

En muchas de tus obras, sino en todas, parecen conjugarse dos tendencias: una, si se quiere, más intelectual, relacionada con cuestiones filosóficas, de gran envergadura; y otra cercana a una estética más popular.
Sí, así es. Toda dramaturgia, y me atrevo a decir toda creación, implica un acto que une dos aspectos aparentemente distanciados de nuestra experiencia vital. El creador es quien tiene la pauta caprichosa, libérrima, que determina que en su obra dos elementos que pertenecen a marcos referenciales diferentes van a aparecer conjugados. Es la experiencia elemental de toda poesía. Cuando más distantes y más contradictorios sean esos elementos a combinar, mayor será la sensación de paradoja, que está en la base de toda búsqueda teatral. Las altas cuestiones filosóficas por sí solas no garantizan teatralidad; tampoco lo hacen la banalidad del mundo pop en el que vivimos sumergidos hasta las narices. Es la rara relación de lo uno con lo otro lo que me genera curiosidad.

¿Te interesa la hibridación de géneros, de lenguajes?
No sé si tenemos derecho a llamar hibridación a esto; yo más bien tiendo a pensar que es poesía.
 
(…)
 
Sin ser un teatro eminentemente político, en tus obras se trasluce una visión crítica de la sociedad y del estado de cosas actual. ¿Es algo que buscas intencionalmente al momento de empezar a escribir tus obras?

Yo pienso que la política es la modificación de lo real, y no simplemente la charla sobre los temas de la actualidad. Por eso he tratado siempre de no abordar un teatro de “temas políticos”, salvo que estos aparezcan diluidos en las imágenes necesarias del mundo creado. Todo ejercicio extremo de lenguaje, de construcción de “texto”, debería hacer dos cosas a la vez: contar lo que narra –mi teatro es abrumadoramente narrativo, lo sé– y al mismo tiempo reflexionar sobre el lenguaje que arma esa narración. Porque así, con suerte, tendremos nuevas herramientas para entender que las narraciones del mal llamado mundo real, una construcción lingüística de los poderosos, son tan mentirosas, falibles o especulativas como las que puede ensayar un dramaturgo. “La realidad es la resistencia de las cosas a lo que se dice de ellas”, escribe Eduardo del Estal, y es por ello que en todo teatro que se asuma como político, la verdadera modificación que ejerzamos sobre lo real debe pasar por una zona de ejercicio de ampliación de lo pensable. Lo pensable a veces no es “correcto”, no es “moral”, no es “sano”. Pero es ineludible. Y todo teatro que, más allá de la forma elegida, no dialogue con su presente, con su futuro, está un poco destinado a generar banalidad.

¿De qué manera tu dramaturgia se vincula y de qué manera se aleja de la dramaturgia de la generación anterior a la tuya?
Me parece que la dramaturgia de las generaciones anteriores fue una dramaturgia muy fuerte basada en dos pilares fundamentales: lo político comprendido sólo como tema, como anécdota del relato, y lo simbólico como única forma de construcción poética. El teatro que debió pasar el filtro de la censura se volvió fuertemente metafórico, y reemplazaba una cosa (el poder espurio ejercido por la dictadura) por otra (una metáfora que lo simbolizara con claridad para el gran público, que era –afortunadamente– grande). Yo tiendo a pensar que el teatro de mi generación, en cambio no asume sólo lo metafórico como eje de construcción de teatralidad: a veces prefiere hablar de la cosa directamente, y no de un símbolo que la sustituya. Ninguno de estos dos teatros es mejor que el otro, sólo responden a maneras colectivas diferentes de dialogar con el presente.

¿Por qué elegís el humor como un recurso estructurante de la mayoría de tus obras?
No lo elijo. Es lo que hay. Depende de qué sea lo que observes como singular en la condición humana. A mí Hamlet me parece una obra muy cómica. No sé si es una tragedia. Más bien parece un relato ridículo, propio de ese paradigma beckettiano según el cual el destino del hombre ya no es el del trágico griego, sino el del ridículo moderno. Toda conexión de cabos sueltos que nunca antes habíamos visto unidos genera algo parecido a la risa. La risa es un reflejo exclusivamente humano. Los animales no ríen, ya que tienen una capacidad simbólica nula. Y, como sostiene Koestler, es un reflejo de lujo, tendiente a disolver las tensiones producidas en la razón por la aparición de una paradoja insoluble para el conocimiento. Humor y creación son –para mí- la misma cosa. Claro que no todos nos reímos de lo mismo. Yo, por ejemplo, nunca logro reírme de los chistes. Si alguien viene y me dice que me va a contar un chiste, ya la gracia se ha perdido. Me alerta sobre la incompatibilidad con la Razón de aquello que está a punto de contarme. Y allí desaparecen mis ganas de reír, ya que no tengo que resolver, por acto reflejo, casi nada.